27 de noviembre de 2025

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El Campo por todos los medios

Un Estado que “toma todo”: décadas cayendo siempre del mismo lado

Durante el último cuarto de siglo, la relación entre el Estado argentino y los sectores productivos ha mantenido una constante que atraviesa administraciones, discursos y ciclos económicos. Más allá del color político, el campo aparece como el único sector sometido de manera sistemática a impuestos específicos, aportes extraordinarios y regulaciones que no se aplican con la misma intensidad ni a la industria ni al sistema financiero.

Esa repetición en el tiempo alimentó una percepción que se volvió parte del sentido común rural: el Estado argentino ha sido capitalista para las ganancias y socialista para las pérdidas. Capitalista cuando captura renta; socialista cuando transfiere costos y desequilibrios a quienes producen. En el interior productivo, la metáfora ya es un clásico: la pirinola del Estado tiene una sola cara: “toma todo”.

Los números respaldan esa sensación. Según un informe difundido por CARBAP, el Estado recaudó USD 203.000 millones en derechos de exportación en los últimos 34 años, casi todos concentrados en las últimas dos décadas. Si se agrega el diferencial cambiario, la cifra se eleva en USD 116.000 millones más, mientras que USD 73.000 millones corresponden solo a los últimos cuatro años. Se trata de un aporte extraordinario que ningún otro sector económico realizó de manera sostenida y obligatoria, incluso en años de sequía, pérdidas o márgenes negativos. Ninguna industria, ninguna actividad financiera, ninguna economía regional enfrentó un impuesto directo, permanente y exclusivo sobre su producción exportable.

En contraste, la industria argentina transitó un camino diferente. A lo largo de las últimas décadas recibió regímenes de promoción sectorial y regional —como los casos de la automotriz, la economía del conocimiento o Tierra del Fuego—, además de aranceles que limitaron importaciones, créditos subsidiados, reintegros y programas para sostener empleo o fomentar valor agregado. La lógica aplicada fue clara: proteger sectores considerados “sensibles”, apuntalar el empleo urbano y sostener competitividad en el mercado interno. Aun en la actualidad, cuando la industria enfrenta un panorama complejo marcado por recesión, caída de actividad, subutilización de capacidad instalada y pérdida de empleo, su debate pasa por cómo fomentar la recuperación, no por cómo dejar de pagar un impuesto extraordinario que la asfixia. El campo nunca recibió un equivalente funcional a esos mecanismos.

El sistema financiero, por su parte, operó durante años bajo una regulación estricta del Banco Central, pero sin cargas comparables a las retenciones. Su rentabilidad se sostuvo muchas veces gracias a tasas indexadas, instrumentos estatales de alto rendimiento como Leliqs o pases, y a su capacidad para trasladar costos a los usuarios. Aunque suele ser cuestionado desde lo discursivo, en la práctica no fue sometido a un mecanismo de transferencia permanente hacia el Estado como sí lo fue el agro.

Frente a esa asimetría histórica, los reclamos del campo se apoyan en una contradicción evidente: pese a su aporte extraordinario, el retorno en infraestructura básica es escaso. Los caminos rurales continúan deteriorados en amplias regiones, con trazas que se vuelven intransitables después de cada lluvia. La conectividad sigue siendo irregular; la energía, deficiente en zonas productivas; y la logística, saturada o demorada por obras inconclusas. La inseguridad rural —robo de ganado, vandalización de silobolsas, maquinaria sustraída— se agrava en zonas donde la presencia policial es mínima. Así, año tras año, el productor vuelve al mismo punto de partida.

Lo más llamativo es la coherencia de la lógica fiscal a través del tiempo. Cuando el precio internacional sube, las retenciones suben. Cuando el precio baja, las retenciones quedan. Cuando hay sequía, los impuestos no se ajustan. Cuando el Estado necesita ingresos, el agro aparece como “caja inmediata”. Cuando se anuncian incentivos, suelen llegar tarde o de forma parcial. Y cuando la infraestructura colapsa, la responsabilidad recae nuevamente en el productor. En los buenos años, el Estado toma una parte mayor. En los malos, el productor absorbe la pérdida. La frase se transmite de generación en generación: “Al campo lo llaman cuando hay que poner, no cuando hay que recibir”.

El debate de fondo no es ideológico, sino estructural y cultural. Nadie discute la necesidad de un sistema impositivo; lo que se discute es la asimetría, la falta de previsibilidad y la ausencia de reglas que distribuyan riesgos y beneficios de manera equilibrada. Ningún país que aspire a desarrollarse castiga a quien produce bienes reales y premia a estructuras que dependen casi exclusivamente del Estado. Ningún modelo sostenible puede basarse en una pirinola que siempre cae del mismo lado.

Mientras el agro continúe aportando cifras récord y reciba a cambio caminos intransitables, inseguridad y una infraestructura que no acompaña, la discusión seguirá orbitando alrededor de la misma pregunta: ¿qué país puede construirse cuando se le pide todo al sector que más aporta y menos recibe?

La respuesta —como desde hace 25 años— no depende del clima, ni de los precios internacionales, ni de un ciclo global: depende de las decisiones del Estado.

Lic Horacio Esteban