
La historia de Alejo Pichoud, un joven de 34 años que resiste las inundaciones en 25 de Mayo , provincia de Buenos Aires
Si esta nota necesitara un título que condensara todo, sería este: Cómo ser productor agropecuario en Buenos Aires y no morir en el intento. No por exageración, sino porque lo que enfrenta hoy gran parte del centro-oeste bonaerense es una situación límite que combina clima, abandono y desidia estatal. Y en medio de ese escenario está Alejo Pichoud, un productor de apenas 34 años que sostiene, como puede, lo que construyó su familia durante décadas.
Alejo llega a la charla con una serenidad que no refleja —al menos en apariencia— el drama cotidiano que vive. “Hola, buenas tardes, ¿cómo anda?”, dice, mientras alrededor suyo todo parece estar bajo agua. Cuando se le pregunta quién es, responde con naturalidad: “Soy un hombre dedicado al trabajo agropecuario. Hacemos cría, recría, engorde a corral y agricultura: soja, maíz y trigo”. Su campo está en Mosconi, zona rural del partido de 25 de Mayo, pero casi pegado a 9 de Julio: vive en el límite, en todos los sentidos posibles.
Nunca vio algo así. Y lo dice varias veces. Productores mayores comparan estas inundaciones con las de 2001 o, los más viejos, con las de 1973. Esa escala. Lo que comenzó en marzo y abril como lluvias abundantes después de dos años de seca, se transformó en una sucesión interminable de tormentas de 100 o 120 milímetros, días cortos, temperaturas bajas y suelos saturados. “Ahí empezó el caos”, resume Alejo, con una mezcla de resignación y rabia contenida.
El impacto productivo es devastador. En su establecimiento —igual que en casi toda la región— estiman una pérdida del 30 al 40% de la superficie. Y lo que no está directamente inundado, está inutilizable por el exceso de humedad. Pero hay algo aún peor: el aislamiento. “Desde marzo o abril no tenemos acceso al campo. Las calles son canales. No entran camionetas, camiones menos. Nos movemos en tractor”, cuenta.
Esa falta de acceso deja atrapadas familias enteras. “En nuestro establecimiento vive una pareja con una nena de un año y medio. Si pasa algo, tardan dos horas para hacer 16 km hasta Dudignac. No estamos lejos… pero estamos completamente solos”, dice. En ese punto, la preocupación trasciende lo económico: se vuelve humanitaria.
La cosecha quedó embolsada. Tenía que sacar hacienda y lo hizo como pudo: primero con tractor y acoplado, y después arreando animales 16 km por barro, con la pérdida de kilos y la caída de rendimiento que eso implica. “Eso es plata, tiempo y riesgo”, reconoce.
La siembra fina directamente se perdió. Junio y julio fueron meses enteros bajo agua. Y cuando llegó octubre y noviembre —el momento crítico para sembrar la gruesa— tampoco se podía entrar. “Recién estos últimos 15 días empezamos a sembrar. Pero todo a pulmón. Hay que ir a buscar semilla y fertilizante en carro con tractor. Las sembradoras no pueden transitar”, detalla. Mientras tanto, la lluvia sigue cayendo: “Este fin de semana fueron 43 mm más”.
En medio del relato, Alejo suelta una frase que resume la gravedad del cuadro: “Si no veníamos de tres años de seca, esto hubiese sido mucho más trágico”. Porque los suelos sedientos absorbieron agua que en condiciones normales habría generado un desastre aún peor.
Y entonces aparece el otro drama: la falta de obras. La región lleva nueve meses reclamando. En agosto, la Sociedad Rural de 9 de Julio le envió una carta al presidente diciendo que “se estaban ahogando”. No hubo respuesta. Recién después de las elecciones llegaron algunas máquinas. “Muy lento. Los caminos mejoran más por el calor que por lo que hacen”, explica Alejo. Los productores se organizaron, pero el Estado no. “El municipio no tiene recursos, la provincia se lo tira a la Nación, la Nación a la provincia. Y así pasan los meses. Ninguno hace nada”.
La estructura hídrica es tan deficiente que el agua baja desde Pehuajó y Carlos Casares hacia 9 de Julio, y desde allí rebalsa hacia Bragado. Todo debería drenar hacia el Salado, pero las obras nunca se hicieron. “Nos pasamos el agua de un distrito a otro. No corre. Rebalsa”, resume Alejo con una claridad que cualquier funcionario debería escuchar.
Cuando se le pregunta qué siente cada mañana al ver su campo inundado, no duda: “Primero enojo. Después tristeza. Pero uno tiene que seguir. No nos podemos quedar en la cama. Hay que hacer lo mejor posible dentro de un marco pésimo”. También apunta a un detalle que duele: “Las entidades no nos eximieron de ninguna tasa ni impuesto. Nada”.
Alejo tiene 34 años. Su sueño debería ser expandirse, crecer, invertir. Sin embargo, cuando se lo preguntamos, responde con una humildad que desarma: “Vivir tranquilo. Un país más próspero y con más ida y vuelta”. No sueña con ganar más: sueña con dejar de perder.
La charla termina con una frase que resume su historia, la de su familia y la de los productores bonaerenses: “Muchas veces tenemos poca voz. Gracias por difundir. Es muy importante para nosotros”.
Y esa es, quizás, la verdadera razón de esta nota. Contar que detrás de cada hectárea inundada hay vidas, familias, chicos que necesitan llegar a la escuela, personas que deben ir a un hospital, productores que llevan nueve meses viviendo al límite mientras el Estado mira hacia otro lado.
Ser productor agropecuario en esta Argentina, definitivamente, “es no morir en el intento“.

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