
El 2025 fue un año áspero para el campo argentino. No hizo falta explicarlo demasiado: lo dijeron las imágenes, lo gritó la tierra, lo sufrió el interior. Inundaciones que no dieron tregua, caminos que desaparecieron bajo el agua, impuestos que siguieron pesando como una mochila injusta, una política muchas veces más preocupada por la grieta que por la producción real. Y, sin embargo, el campo siguió de pie.
Porque hablar del país productivo no es hablar de una consigna romántica ni de una defensa corporativa. Es hablar de hechos. De gente que produce aun cuando el contexto aprieta. De productores, productoras y trabajadores rurales que entienden que producir no es una opción, sino una forma de vivir.
Este año volvió a demostrar que el futuro no es una promesa lejana. Ya está acá. Drones, inteligencia artificial, maquinaria de precisión, datos que deciden en tiempo real. La tecnología dejó de ser un discurso aspiracional para convertirse en herramienta concreta. Pero también dejó una enseñanza clave: el futuro no depende solo de la innovación, sino de la decisión humana de adoptarla, integrarla y hacerla llegar a todos. Sin personas, no hay transformación posible.
En ese camino, el campo argentino mostró que tiene con qué. Conocimiento, talento, creatividad, genética, capacidad industrial. Un entramado agroindustrial que ya no se resigna a ser solo granero del mundo, sino que avanza —con esfuerzo y a contramano de muchas trabas— hacia un modelo de mayor valor agregado. Convertir maíz en carne, trigo en alimentos, soja en proteína. Exportar trabajo argentino, no solo naturaleza.
Pero el año también expuso las deudas estructurales que siguen sin resolverse. Infraestructura que no alcanza. Caminos rurales que se rompen y no vuelven. Obras prometidas durante décadas, como las del Salado, que nunca terminan de completarse. Una logística que encarece, frena y aísla. Porque producir es apenas la mitad del trabajo: la otra mitad es llegar.
El clima, además, dejó de avisar. Sequías extremas, inundaciones brutales, tormentas fuera de escala. El cambio climático dejó de ser teoría para convertirse en una amenaza cotidiana que golpea la producción y la vida rural. Y volvió a quedar claro que la resiliencia del productor no puede ser la única política de Estado.
En el plano político y económico, el campo atravesó un año de emociones encontradas. Las retenciones siguieron siendo un peso constante, aunque con señales —lentas, parciales— de cambio. La expectativa hacia 2026 se apoya en una posible reforma fiscal más justa, más simple, que deje de castigar al que produce y devuelva el esfuerzo al territorio. El productor no pide privilegios: pide reglas claras y previsibilidad.
Mientras tanto, el mundo sigue demandando alimentos. China, Estados Unidos, Europa, cada uno con sus intereses, condiciones y presiones. Argentina está en el tablero global, quiera o no. Tiene alimentos, tiene capacidad productiva y tiene una oportunidad histórica. Pero para ocupar ese lugar necesita algo básico: dejar producir, acompañar, no soltarle la mano a su propio motor económico.
Y en medio de todo eso, el campo no perdió su identidad. Cambió, se tecnificó, se volvió más eficiente. Pero siguió siendo comunidad. Familia. Arraigo. Mujer rural como sostén silencioso. Pueblo que vive cuando la producción funciona. Economía regional que mantiene viva a cada provincia.
Por eso, esta Navidad no es una más. Después de todo lo vivido, no se trata solo de cerrar un año difícil. Se trata de entender el mensaje que deja el campo: aun en la adversidad, se puede sembrar futuro.
Nace un hombre nuevo, sí. Pero también puede nacer una Argentina nueva. Una Argentina productiva, agroindustrial, federal. Una Argentina que entienda que cuando el campo produce, el país vive. Y que el futuro —como la tierra— no se declama: se trabaja, se cuida y se construye todos los días.
Por Lic. Horacio Esteban – Director Portal Agropecuario .

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