
Veterinario y apasionado de las vacas, Diego Eder volcó su amor por la genética bovina en un nuevo proyecto ovino junto a su hijo de 12 años. Un legado familiar que crece entre exposiciones, juras y madrugones en el campo.
Diego Eder no se define por un título, sino por una pasión. “¿Quién soy? Un apasionado por la ganadería”, responde con naturalidad. Médico veterinario, nacido en la provincia de Buenos Aires, con raíces alemanas y corazón de cabañero, lleva décadas entre vacas, exposiciones y genética. Pero en esta edición de la Exposición Rural de Palermo, algo fue distinto: el debut con las ovejas no fue para él, sino para su hijo.
“Todo esto empezó pensando en él”, dice con orgullo. A su hijo de 12 años le brillan los ojos al hablar de animales, y Eder vio en las Hampshire Down una puerta de entrada amigable para que el chico pudiera prepararlas, alimentarlas, llevarlas a pista y —más importante aún— entender el mundo de la competencia, la genética y el trabajo diario. “Pensé que era una especie más cercana para su edad. Que lo ayudara a iniciarse, a entusiasmarse con los programas de cría y mejoramiento”.
La historia de Diego también tiene un origen emocional. “Mi abuelo era cabañero. Desde chico, de 10 o 11 años, empecé a mirar vacas con él. Se fue muy temprano, pero fue quien me metió en esta pasión”, recuerda. Esa herencia fue el motor que lo llevó a elegir veterinaria no tanto por la carrera en sí, sino como un modo de vivir entre bovinos. Hoy, con décadas de trayectoria, Eder logró llegar a donde sueñan muchos: “Este año me tocó jurar en la pista grande de Palermo, con la raza Limousín. Es el sueño que todos tenemos cuando empezamos”.
Su experiencia como jurado no es nueva: tiene dos nacionales, incontables exposiciones y participaciones internacionales, incluso en Ecuador. También acompañó a su hiho en el Curso Internacional de Jurados de Hampshire Down que organizó la asociación este año . “Yo lo hice también, pero soy jurado de razas bovinas hace muchos años. Lo lindo fue compartirlo”.
El proyecto familiar tiene su sede en GermanIa, un pequeño pueblo donde el tambo de su abuelo se convirtió en el núcleo genético de dos pasiones: Braford y Hampshire. “Ahí tenemos los núcleos. Todo está en ese establecimiento a siete kilómetros del pueblo”.
Pero hay algo más profundo que la genética o las razas: el vínculo padre-hijo. “Es muy movilizante. Ver cómo un chico de 12 años me acompaña todos los días en el campo, de lunes a lunes, con compromiso y pasión, es increíble. Palermo es lo lindo, la frutilla del postre. Pero el verdadero esfuerzo está allá, cada mañana. Por eso, cuando quise hablar de él durante la jura, me quebré”.
Eder no esconde la emoción. Tampoco las dificultades. “El ambiente bovino no siempre es fácil. Hay intereses, acomodados, familias. Hacerse un lugar lleva tiempo, esfuerzo. Yo tuve suerte. Ojalá él también pueda hacerlo”. ¿Y el sueño? “Que sea feliz con esto. Que siga si quiere, que se desarrolle, que encuentre su lugar. Pero sobre todo, que lo disfrute”.
El apellido Eder ya dejó huella en Palermo. Y todo indica que el legado continuará, con una nueva generación que no solo lleva la genética en las manos, sino también en el corazón.
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